sábado, 8 de noviembre de 2008

Introducción Juliette.

JULIETTE.

    Era hora de salir, de correr, de encontrarme. No sabía hacia dónde, ni cómo hacerlo. A las cinco de la mañana en una ciudad como esta, no hay mucho que hacer. Al menos no cuando la ciudad en la que estás se le llama ‘ciudad del amor’, y con cuatro borrachos en una esquina. Sí, creo que lo mejor es ir hacía el bajo, no quiero verme peor de lo que soy, y realmente tampoco quiero ser como fue él. Él es mi padre, el que nos dejó abandonadas, a mi madre, a mi hermana y a mí. Desgraciadamente, el hombre es así, y mi madre no sobrevivió mucho. Los médicos decían que tenía una enfermedad que no se podía curar, en mi opinión, yo creo que se murió de tristeza. O de tanto amor que no le cabía en el pecho. Mi padre, en cambio, se fue con la primera fulana que encontró, de un borracho así te puedes esperar cualquier cosa. Pero en verdad no sé de qué hablo, ya que en realidad soy igual que él.

    Soy una fulana, vendo lo único que me queda de mí: mi cuerpo. Ya que por estas calles de París, Montmartre para ser más concretos, es la única forma de ganarse la vida.
Me llamo Juliette, veinticuatro años con el mismo nombre. Mi madre decía que Juliette significaba fuerza de raíz, no la entendí muy bien cuando me lo decía, tendría unos doce años, aproximadamente cuando mi padre nos abandonó. Sinceramente, ahora tampoco es que lo entienda, más bien porque no me veo con esa fuerza, pero ahora ya sé a lo que se refería. Siempre he vivido en Montmartre, la gente dice que es un sitio mágico, a mi forma de ver es un sitio sucio y desagradable, no es fácil ganarse la vida en sitios como éstos.
Vivo en un bajo que está a punto de caerse a pedazos, pero es el único hogar que tengo. En dónde siempre he vivido, y a decir verdad el más tranquilo.

    Cuando era joven, - y digo joven porque para mí a los quince años ya empecé a ver como estaba el mundo -, iba cogida de la mano de mi madre hasta la Place du Tertre, más conocida como la plaza de los pintores. Si he decir algo bonito de Montmartre, es que ese es el sitio más bohemio y mágico de este lugar. Siempre quise que alguien retratase mi dulce cuerpo, pero creo que nadie es tan valiente de hacerlo. Ya nadie es valiente por hacer nada, y qué triste es.
Aún después de diez años, sigo yendo por esas calles hacia abajo hasta la plaza, pero ésta vez cogida de la mano de mi pequeña Anne, mi hermana. Tiene catorce años, y no se acuerda muy bien de nuestra madre, pero en ratos como estos le enseño todo lo que un día ella me enseñó a mí. No es fácil cuidar de una hermana pequeña, nadie dijo que lo fuese. Como tampoco es fácil cuidar de si misma.


viernes, 7 de noviembre de 2008

Introducción Diego.

DIEGO.

Al correr la raída cortina de la única ventana que alumbraba el minúsculo ático, me embargó esa sensación de hastío, de vacío en el alma, una lluvia en lo más profundo de mi corazón.
Observé la gente pasearse entre las calles más mugrientas de París, encogiéndose de frío, muriéndose de hambre junto a algún contenedor, viviendo en una tabla de cartón y pensé… que la vida es más puta de lo que yo creía. Que nos crea falsas esperanzas y luego, ya ves, como por un juego de azar algunos acabamos exiliados a la podredumbre y la miseria. Y pensando… quizá no era tan malo aquello de lo que huí, a lo que ya no me veo con fuerzas de volver, y es que como dice aquél refrán… la avaricia rompe el saco.

Me llamo Diego, o tal vez sería más apropiado decir que así es como me llaman. Nací en Madrid un día como este hace ya veintisiete años, en los que ya me siento como un anciano. Quizá porque la vida me obligó a madurar demasiado pronto cuando decidió llevarse a mis padres y dejarme solo, buscándome la vida por los suburbios de la gran ciudad, comiendo de la caridad, o de mi destreza para “tomar prestado”.

Uno de esos días en los que vagaba sin rumbo por las calles de Madrid, observé a un hombre que dibujaba sobre un lienzo a carboncillo el rostro de una bella mujer, de esas inalcanzables que protagonizan las películas antiguas en los cines de autocar. Me acerqué hacia donde estaban, y me senté, observando, esperando, hipnotizado por el movimiento de su mano, por los trazos alocados que plasmaba con avidez. Pensé que era lo más bonito que había visto en toda mi vida, y recuerdo que pensé también que ese hombre era un desalmado, pues cambió mi tesoro a esa mujer por unas cuantas monedas.
Cuando me acerqué a él para recriminárselo, por única respuesta me regaló una sonrisa.

Ahora, después de quince años, comprendo perfectamente lo que sentía aquél hombre. Perdía una parte de él con cada dibujo que vendía, prostituía su conciencia y su alma, pero era quizás el único medio que tenía de ganarse la vida de una forma honrada.

Yo empecé a dibujar, al principio garabatos incomprensibles y, poco a poco, infinidad de sentimientos y situaciones. Se puede decir mucho más con un dibujo que con un discurso, es algo que sólo algunos tenemos la oportunidad de comprender. Me ganaba la vida, o más bien el pan justo de cada día, vendiendo aquellos trozos de mi corazón, pero ya no tenía que recurrir a las artes de la picaresca.

Os podéis imaginar cuál sería mi sorpresa cuando, a los dieciocho años aproximadamente, Dominique Buvoir, un hombre de París que estaba de paso en Madrid me dijo que mis dibujos eran excepcionales, y que tenía un gran trabajo para mí de dónde él venía.
No tenía nada, así que nada es lo que me traje cuando llegué aquí y el sueño dorado que se había creado en mi cabeza se desmoronó durante los dos años en los que aquél hombre de falsas promesas, Dominique, me explotó durante veinticuatro horas al día para vender mis dibujos a un precio ridículo y quedarse con el 80% de las ganancias.

Y aquí estoy ahora, tirado en una cama chirriante, contándole mis penas a un vaso de alcohol, en lo único bueno que la fortuna o el destino se han dignado a regalarme, el ático de la señora Jacqueline, una anciana que conocí al poco tiempo de hundirme, tan sola en el mundo como este servidor, y que me dejó este sitio a cambio de noches de falso amor hasta el día en que la vida decidió sonreírle, regalándole la muerte.