viernes, 7 de noviembre de 2008

Introducción Diego.

DIEGO.

Al correr la raída cortina de la única ventana que alumbraba el minúsculo ático, me embargó esa sensación de hastío, de vacío en el alma, una lluvia en lo más profundo de mi corazón.
Observé la gente pasearse entre las calles más mugrientas de París, encogiéndose de frío, muriéndose de hambre junto a algún contenedor, viviendo en una tabla de cartón y pensé… que la vida es más puta de lo que yo creía. Que nos crea falsas esperanzas y luego, ya ves, como por un juego de azar algunos acabamos exiliados a la podredumbre y la miseria. Y pensando… quizá no era tan malo aquello de lo que huí, a lo que ya no me veo con fuerzas de volver, y es que como dice aquél refrán… la avaricia rompe el saco.

Me llamo Diego, o tal vez sería más apropiado decir que así es como me llaman. Nací en Madrid un día como este hace ya veintisiete años, en los que ya me siento como un anciano. Quizá porque la vida me obligó a madurar demasiado pronto cuando decidió llevarse a mis padres y dejarme solo, buscándome la vida por los suburbios de la gran ciudad, comiendo de la caridad, o de mi destreza para “tomar prestado”.

Uno de esos días en los que vagaba sin rumbo por las calles de Madrid, observé a un hombre que dibujaba sobre un lienzo a carboncillo el rostro de una bella mujer, de esas inalcanzables que protagonizan las películas antiguas en los cines de autocar. Me acerqué hacia donde estaban, y me senté, observando, esperando, hipnotizado por el movimiento de su mano, por los trazos alocados que plasmaba con avidez. Pensé que era lo más bonito que había visto en toda mi vida, y recuerdo que pensé también que ese hombre era un desalmado, pues cambió mi tesoro a esa mujer por unas cuantas monedas.
Cuando me acerqué a él para recriminárselo, por única respuesta me regaló una sonrisa.

Ahora, después de quince años, comprendo perfectamente lo que sentía aquél hombre. Perdía una parte de él con cada dibujo que vendía, prostituía su conciencia y su alma, pero era quizás el único medio que tenía de ganarse la vida de una forma honrada.

Yo empecé a dibujar, al principio garabatos incomprensibles y, poco a poco, infinidad de sentimientos y situaciones. Se puede decir mucho más con un dibujo que con un discurso, es algo que sólo algunos tenemos la oportunidad de comprender. Me ganaba la vida, o más bien el pan justo de cada día, vendiendo aquellos trozos de mi corazón, pero ya no tenía que recurrir a las artes de la picaresca.

Os podéis imaginar cuál sería mi sorpresa cuando, a los dieciocho años aproximadamente, Dominique Buvoir, un hombre de París que estaba de paso en Madrid me dijo que mis dibujos eran excepcionales, y que tenía un gran trabajo para mí de dónde él venía.
No tenía nada, así que nada es lo que me traje cuando llegué aquí y el sueño dorado que se había creado en mi cabeza se desmoronó durante los dos años en los que aquél hombre de falsas promesas, Dominique, me explotó durante veinticuatro horas al día para vender mis dibujos a un precio ridículo y quedarse con el 80% de las ganancias.

Y aquí estoy ahora, tirado en una cama chirriante, contándole mis penas a un vaso de alcohol, en lo único bueno que la fortuna o el destino se han dignado a regalarme, el ático de la señora Jacqueline, una anciana que conocí al poco tiempo de hundirme, tan sola en el mundo como este servidor, y que me dejó este sitio a cambio de noches de falso amor hasta el día en que la vida decidió sonreírle, regalándole la muerte.


1 comentario:

Alma dijo...

Me encanta Diego, incluso mas que Edward Cullen. Besitos.

Alma20