domingo, 8 de febrero de 2009

Capítulo I. Tercera parte.

JULIETTE.

   Vi como aquel hombre subía al autobús, le maldecía por haber aparecido esa noche, o más bien me maldecía a mi misma por mirarle en aquel instante de la actuación. Oía a Dominé como me decía palabras sin sentido, o así es como yo le escuchaba, digamos que no le presté mucha atención.

   - Eres una irresponsable, Juliette – me decía con esa voz de viejo ya arrastrado por el alcohol. – Te dije que esta noche deslumbraras, ¡¿y qué es lo que has hecho?! te diré lo que has hecho, has destruido mi reputación.
¿Y mi vida? Él había destruido mi vida. Había hecho de mí una fulana. Mi padre tenía razón cuando me decía más de una vez gritando que no llegaría a nada… ¿qué es lo que había hecho conmigo? ¿y mi pequeña Anne? ¿qué será de ella? una vez consumido el cigarro me dispuse a hablar.
- Lo siento, Dominé. No sé qué es lo que me ha pasado. – Le empecé a decir con la cabeza agachada. – No volverá a ocurrir.
- ¡Claro que no volverá a ocurrir! ¿sabes por qué? ¡porque no habrá más oportunidades! – No pude mirarle a la cara, sólo quería quedarme afuera y que el frío me consumiera, o me congelase para siempre – Juliette,
chérie, ¿me estás escuchando? Joder, no me hagas hacerlo aquí afuera, no me obligues por favor.
Levante la mirada, y vi su mano en mi cara. Una segunda vez en el suelo, me escupió. Otra vez la misma historia. Decidí volver a casa, ya no me esperaba nadie en ese vulgar sitio dónde sólo había deseos prohibidos y mentes macabras.

   Ya había pasado unas cuantas horas de esa trágica noche, y estaba perdida. Me levanté con la única idea de encontrarme, procuré no hacer mucho ruido para no despertar a Anne. Fui a ver como dormía plácidamente después de servirme un vaso de whisky barato con hielo. A veces le envidiaba, y no entendía de qué, posiblemente de su inocencia al dormir. Me senté a su lado, y empecé a acariciarle el pelo, lo tenía suave, como nuestra madre. Me fumé un cigarrillo detrás de otro, aspiraba el humo que dejaba en esa cutre habitación y a veces murmuraba nuestra canción favorita. Cuando yo tenía su edad, tenía buenas vocales, pero la nicotina del tabaco ha ido matando cada vocal en todas las caladas de cada cigarrillo, y la verdad es que ya mucho no me importaba, después de verme unas cuantas veces reflejada en el espejo vi que mi vida se resumía en eso, en lo que soy, y no en lo que era diez años atrás.
A la mañana siguiente vi como unos rayos de luz entraba por la cochambrosa habitación, Anne seguía durmiendo y pensé que esto no podía seguir así. Necesitaba vengarme del mundo, más concretamente de mi padre. Quiero que Anne viva como yo no lo hice, con ganas de vivir.
Esa mañana tenía claro que ya no podía volver a
Lapin Agile, y lo único que hice fue andar, llegué hasta la Place du Tertre, melancolía viajaba a mi lado, pero también junto a esperanza. Me senté en las escaleras de los pintores, y vi el mundo de otra manera.
-
Bonsjours, Madam – Me saludó un hombre cinco centímetros más alto que yo, diría. Tenía el pelo liso, un tono castaño tirando a rubio, y lucía una piel blanca, pero realmente hermosa. Lo que verdaderamente me llamó la atención fue sus ojos, melancólicos pero llenos de vida. Me límite a sonreírle, no podía darle mucho más de una mujer que no le queda nada ya, que la esperanza de que su sonrisa sea tan bonita como ese instante. El hombre siguió hablando, me contó que era pintor, bueno, no lo diría así, él pintaba y ganaba algo de dinero con esas pinturas, lo suficiente para comer y dormir. Tenía a su madre, pero vivía en España. Él es español, pero vino a Montmartre al cumplir la mayoría de edad, quería sueños hechos realidad, pero que nada es como los libros de su imaginación, y ya no podía volver su hogar, nadie le esperaba con los brazos abiertos. Al contarme aquello ya no habló más, al cabo de quince minutos me preguntó por mí. Quise responderle, pero no me salían palabras tan fáciles como a él.
- Comprendo – contestó, con media sonrisa que le hacía en la cara. Le devolví el mismo gesto. Pasaban las horas, y dibujaba como yo me fumaba la vida en cada calada de mi cigarrillo. En algún momento del día llegaría la hora en el que él se marcharía, y he de reconocer que todo cambiaría porque a su lado sentía que era Juliette años atrás.
Llegó el momento, se levantó y me habló: “Buscan trabajo, y creo que ahora lo necesitas para cuidar a quién quiera que tengas escondida”. Antes de marcharse me dio una hoja, y más tarde dio pasos de astronauta hasta su hogar, y yo me quedé en Tierra. Leí lo que ponía en la hoja; estaba escrita una dirección dónde su destino era un bar llamado
La Dame Pâle, y sinceramente, es la primera vez que había oído hablar de aquel bar. Nunca me gustó conocer cosas nuevas, pero tenía por sabido que nada me quedaba ya.

   Esa noche no tenía mucha esperanza – digamos que no soy optimista para la vida que tengo, ¿y quién si? -, así que me fui tal y como salí de casa. Cogí un bus hacía Montparnasse, era de las pocas veces que salía de dónde vivía y parecía que me adentraba a un nuevo mundo, sin cambios ninguno. Tenía que darme prisa si no quería perder más tiempo. Me adentre a unas callejuelas, donde los gatos eran más putas que sus vidas, y mendigos más muertos que vivos. Me costó bastante leer las letras del cartel del bar, ya que algunas luces estaban fundidas, como se diría en estos casos: un antro de mala muerte. Entré sin pensármelo dos veces, porque si lo hacía, sabía que habría ido hasta allí para nada. Al fondo del antro había un chico joven, bastante guapo para estar ahí, fui a hablarle.
- Perdone, ¿usted es el encargado de todo esto? – El chico me miro de arriba abajo. No se cortó ni un pelo en mirarme de esa manera como lo hacía, se le saltaban los ojos, le gustaba.
- No, pero en la puerta de la entrada a la derecha hay una puerta, ahí a lo mejor podrás encontrarle, cielo.
- Gracias.
En otra ocasión me habría gustado que me llamase cielo, pero en las circunstancias que estaba no mucho. Sentía que me jugaba la vida en aquel antro. Fui hasta donde el chaval me dijo, y un hombre de estatura media se me acercó. Era un tipo cuarentón, rozando ya los cincuenta – o eso aparentaba ser -, falta de pelo, y lo que le quedaba eran canas. Me miró como quién si acabase de venir de una guerra, un tipo acabado diría, pero esos ojos me demostraban que era buena gente, nunca un hombre me había mirado como aquel tipo. Eso hizo de aquel antro algo mejor.
- Hola, señor… - la verdad es que fui ahí sin saber nada de aquel sitio, ni de aquel hombre.
- Señor Beaupré – dijo con una voz mugrienta – pero puedes llamarme Marc, señorita.
- Verá, Marc, me dieron esta dirección porque creo que buscan a chicas jóvenes como yo – en verdad la que busca algo así soy yo, aunque no me lo imaginase de esta manera, me empezaba a gustar de una manera extraña.
-
Oh, oui, oui, empieza en quince minutos si le parece, luego depende de cómo lo has hecho, si le parece hablamos. El vestuario esta a la izquierda, hay ropa de sobra, ponte lo que mejor veas. Enséñame tu mejor strepteasse. Suerte – y se fue guiñándome un ojo. Eso ya no me gustaba tanto, pero es lo que me tocaba si quería vivir de algo.
   No sabía que escoger, pero no tenía mucho tiempo. Empecé a desnudarme, y a escoger cosas. Vi una camisa larga, me llegaría hasta los muslos, diría que incluso me los tapaba. Me puse medias de rejilla, y tacones negros. Me vi desnuda, sentía que faltaba algo, así que miré a mi alrededor en busca de algo. A lo lejos vi un sombrero de copa, también negro, y debajo una corbata. ‘Perfecto’ pensé. Esta noche haría la guerra ahí fuera.
Les dije a los señores que pusiesen una silla en el centro, me miraron perplejos, al parecer nunca nadie había actuado de esa manera, y no sabría si en esos momentos sentirme una estrella o un bicho raro. Ya sonaba la música, ahora tocaba que sonase yo.
Al acabar la actuación recibí aplausos y silbidos de cada rincón de aquel antro. Miré hacía la entrada, ya que el Señor Beaupré estaba apoyado en la pared. Justo en aquel momento entró alguien, lo miré porque me pareció verle a él. Aquel hombre que estropeo mi vida por completo, aquel hombre que no conocía pero sentía que le conocía de toda la vida. Se quito el sombrero y… 

domingo, 14 de diciembre de 2008

Capítulo I. Segunda parte.

DIEGO.

Montmartre, número 22 de la calle Saules, distrito 18.

     El humo se deslizó por mis labios, mezclándose con un leve vaho causa del frío; me estremecí dentro de una americana que tendría, probablemente, más años que mi propia persona.

- Este sitio no es para mí…
- pensé.

     Hacía un par de días habría jurado que tal día como este y a esta misma hora estaría –como siempre, he de añadir- sentado en La Dame Pâle, un tugurio podrido y a la vez encantador. Pero no. El destino quiso que se cruzara en mi camino un hombre de labia serpentina y olor a humedad, que se interesó por mi –y cito textualmente- “talento para plasmar”. Su nombre era Dómine… o algo parecido, ¿qué se yo?
     El caso es que insistió en invitarme a una copa nada menos que en Le Lapin Agile, uno de los cabarets más reconocidos de todo París, para hablar de negocios.

     Y aquí estoy yo… con la única ropa que aún conserva algo de dignidad, colonia de marca –¿lo habéis probado alguna vez? Entrar en una perfumería y fingirte interesado en algo que jamás podrás permitirte, pero salir oliendo como nadie por tu cara bonita- y un sombrero ridículo.

     Me reí de mí mismo al ver mi aspecto en el cristal, apagué el cigarrillo, y empujé la puerta. Me abrumó la bofetada de calor que procedía del interior, producida por el humo de los cigarrillos, el bullicio de borrachos y mentes pervertidas y la risas desquiciadas, como hienas, de aquellas mujeres que comerciaban su alma.

     Oteé las mesas, una por una, hasta discernir en una de las centrales a ese tipo, Dómine. Según me iba acercando empezó a hacer aspavientos con las manos, celebrando algo en mi dirección que no alcancé a entender.

-
¡Salut, mon ami! Ya pensé que no vendrías… -se carcajeó, pero su risa fue interrumpida por un profundo ataque de tos.

     Sonreí ligeramente y estreché la mano que tendía hacia mí. A Dómine empezaba a clareársele el pelo, olía a una mezcla de colonia barata y esa extraña humedad que os comenté. Llevaba varias cadenas y anillos de oro, y ropa cara, pero de ínfimo gusto.

- Gracias por la invitación… es un lugar… interesante –fue lo único que acerté a decir, sintiéndome estúpido momentos después.
- ¿Interesante? –se carcajeó de nuevo, si hay algo más que a fecha de hoy pueda contaros de Dómine, es que es un tipo que, a todas luces, parece repugnante- Espera a ver a mi estrella, muchacho, esas piernas sí que son interesantes.
- ¿Su estrella?

     Arqueé una ceja, y entonces las luces del cabaret disminuyeron considerablemente para potenciar los focos del escenario. Observé, y de entre las cortinas rojas empezó a emerger una mujer ceñida en un apretado corpiño. Lucía una melena corta -no atiné a distinguir bien el color por lo cambiante de las luces, pero juraría que negro- y una sonrisa que incitaba a pecar una y otra vez. Una voz de desconocida procedencia rezó entonces su nombre: …Juliette.

Mon dieu…

     Fue lo único que conseguí discernir de entre los balbuceos de mi propia mente. Dejé de mirarla de inmediato, calándome el sombrero y girándome hacia Dómine, que la miraba sonriente –y babeante-.

- Preciosa, ¿eh? –esbozó una amplia sonrisa, y yo traté de, simplemente, adoptar una expresión de póker.
- Psé… superficial –me miró con incredulidad, y yo deslicé mi libreta sobre la mesa, hacia él, dispuesto a cambiar de tema-, si no le importa, me gustaría tratar ese asunto del que quería hablar, no tengo mucho tiempo –en realidad, tenía todo el tiempo del mundo, pero el aire viciado del cabaret empezaba a producirme náuseas-.
- Eh, sí… sí, sí, por supuesto. He visto tus dibujos, se te dan bastante bien los retratos, muchacho, y quiero que hagas algunos de mis chicas. Por supuesto, te pagaré según el acabado.

     Asentí, no estaba para desperdiciar oportunidades, por mucho que la idea de trabajar con o para aquél hombre me revolviera el estómago. Mire de reojo a la chica que bailaba, momentáneamente la primera vez, aunque tuve que volver a mirar. Algo parecía ir mal, estaba nerviosa. Dómine, que escribía la dirección y día en que volveríamos a reunirnos en un pequeño papel, alzó la mirada de pronto y pareció montar en cólera. Me tiró el papel sobre la mesa y se levantó con brusquedad, hacia los camerinos. Juliette ofreció su última sonrisa ya en el suelo, y me pareció que corría al atravesar las cortinas por las que había hecho una aparición digna de una diosa.

     No era asunto mío. Las manecillas del reloj marcaban ya la una y media, y el último autobús nocturno a Montparnasse pasaba justo a las dos. Al abandonar el cabaret,
justo cuando me dirigía hacia la parada, mis ojos la encontraron de nuevo, como poseídos por una atracción magnética que les impedía dejar de observarla. Se encontraba en el callejón paralelo al Lapin Agile, discutiendo con Dómine, por lo que pude leer en sus gestos.    
     Ya en el autobús, me abandoné de nuevo a la desidia de mi vida, perdiendo la mirada en los encantos nocturnos de Saint-Germain-des-Prés. La boca me sabía a soledad, y en mis párpados pesaba la ironía, invitándome a los mismos sueños llenos de amargura de cada anochecer. 



(Le Lapin Agile, por Sandy Starr.)

sábado, 13 de diciembre de 2008

Capítulo I.

JULIETTE.
 
   Es pasada la media noche y estoy esperando a que las palabras de Philippe Dómine se hagan hechos. No sé qué hago con mi vida, me degrado en cada esquina con un cigarro. Philippe Dómine no es un hombre de palabra, pero es la persona que el destino me ha designado, y yo aún rezo porque alguien me salve de ésta pesadilla con él.


  
 Hoy, se supone, que iba a ser mi noche de suerte. Dómine me iba a llevar a los prostíbulos más importantes de Montmartre: Lapin Agile. No entendía por qué querría llevarme ahí, esos sitios son para la clase alta y Dómine me dijo más de una vez con la mano encima que yo era de baja estofa.  
Llevaba ocho años siendo su fulana, sabía cuando quería follarme, utilizar mi cuerpo y, cuando me mentía. Esto último no fue nada nuevo desde el principio, tenía esos mismos ojos que mi padre le ponía a mi madre, y me los conocía bastante bien. Ahora sin entender, sigo aquí, ganándome la vida de tal manera que acabaré muriéndome sin saber lo que es vivir.
 Chérie, quiero que está noche deslumbres, no me defraudes, eres mi fulana preferida -    me dijo, con esa mirada de desprecio.
¿Chérie? Sólo me ha llamado así dos veces, y como lo he detestado. Aún así yo asentía, como tantas otras veces. Lo hacía porque al llegar al bajo no quería que mi pequeña se preocupase. Pero yo sé, y Anne también, lo que sucedía, pero que mejor que el silencio en los tiempos que corren.

   Me puse mi mejor traje de baile: falda y corpiño. Dómine siempre pensaba que lo hacía por él, pero en cierto modo lo hacía porque algún caballero se cruzase en mi camino, pero los únicos caballeros que se cruzaban en mi camino sólo querían darme su dinero para usar mi cuerpo, todos ellos despreciables. En verdad no entendía porque lo hacía, todas sus miradas me recordaban a lo cabrón que fue mi padre. Lo que ocurría es que yo sabía, o quería creer, que en alguna parte alguien sería distinto, pero lo que yo crea no tenía importancia en estos lugares.
- ¿Estás preparada? – preguntaba Dómine después de dar un par de golpes al otro lado de la puerta de la habitación.
- Salgo en dos minutos – contesté sin mucha ilusión. No, no tenía ilusión por ir a
 Lapin Agile, y tendría que tenerla, pero esa noche no sería de tan suerte. Cualquier fulana desearía ser Juliette en estos momentos, y yo desearía ser cualquier fulana menos Juliette.

  
 Ya había llegado la hora, la hora de subirme ahí arriba, de bailar para el público, de perder el encanto en mí y que otros la ganen. Siempre la misma sonrisa, pero está vez tendría que ser diferente. Sí, tengo que sonreír de verdad, que se note que me gustan mis clientes, que me pierden en callejones oscuros, y en habitaciones de terciopelo.
Tenía sed, quería beber de unos labios de licor, de whiskey a poder ser. Esa noche era yo la estrella, yo y nadie más.
Todo iba a ser igual que siempre, pero está vez subiría un escalón. Saldría ahí fuera, bailaría para ellos, y por qué no, para mí también. Y habría aplausos, besos, y algún piropo. Por suerte, o no tan suerte, nunca hay piropos llenos de poesía. De esas bocas sólo salían palabras sucias, pero no importaba, la poesía nos engaña y nos enamora, y yo no estaba para esas cosas, aunque lo necesitaba. Pero aquí es donde estoy ahora, y no en mis sueños de noches. Una vez fuera, hice mi trabajo. Fui el espectáculo que todos querían ver. La fulana de Dómine, la estrella en estos momentos.
Eché una vista a Philippe Dómine, veía como me sonreía, sonreía con malicia. Yo le devolví el mismo gesto, por educación más que por otra cosa. En ese instante algo cambió, lo sentí dentro de mí y en el ambiente. Al lado de Dómine se sentaba alguien desconocido para mí, jamás le había visto.
Era muy guapo, y parecía encantador. Llevaba sombrero y tenía un pelo castaño, con melenilla despeinada, barba de tres días, labios carnosos y los ojos… no sabría decir sus ojos, apenas me miraba, algo que me extrañaba, y también me enloquecía. Tenía un bonito perfil, y manos de pianista. Podría decir que tomaba un cóctel de margarita, pero lo que más me llamo la atención era su libreta. Estaba segura en ese momento que esa libreta era su única maleta, y sus mayores secretos.


  
 El mundo dio una vuelta de 360 grados, y yo me paré. Quería escapar, ‘esto no está sucediendo’, me repetía dos veces por segundo. Perdí el rumbo, y el sonido de la música. Perdí mi cordura, y la locura entró sin llamar a la puerta. Ahora ya no era la estrella, y tampoco quería ser una fulana. Miré de nuevo a Dómine, y vi en su rostro que esto no iba bien. Me di cuenta y, de repente me vi en el suelo, aún no sé cómo llegué hasta el final. Di mis mejores sonrisas al público, y me fui. Una vez fuera del escenario empecé a correr. Salí al exterior, encendí mi primer cigarro de la noche y quise ser humo. Todo había acabado para mí, para ellos era sólo el principio.

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sábado, 8 de noviembre de 2008

Introducción Juliette.

JULIETTE.

    Era hora de salir, de correr, de encontrarme. No sabía hacia dónde, ni cómo hacerlo. A las cinco de la mañana en una ciudad como esta, no hay mucho que hacer. Al menos no cuando la ciudad en la que estás se le llama ‘ciudad del amor’, y con cuatro borrachos en una esquina. Sí, creo que lo mejor es ir hacía el bajo, no quiero verme peor de lo que soy, y realmente tampoco quiero ser como fue él. Él es mi padre, el que nos dejó abandonadas, a mi madre, a mi hermana y a mí. Desgraciadamente, el hombre es así, y mi madre no sobrevivió mucho. Los médicos decían que tenía una enfermedad que no se podía curar, en mi opinión, yo creo que se murió de tristeza. O de tanto amor que no le cabía en el pecho. Mi padre, en cambio, se fue con la primera fulana que encontró, de un borracho así te puedes esperar cualquier cosa. Pero en verdad no sé de qué hablo, ya que en realidad soy igual que él.

    Soy una fulana, vendo lo único que me queda de mí: mi cuerpo. Ya que por estas calles de París, Montmartre para ser más concretos, es la única forma de ganarse la vida.
Me llamo Juliette, veinticuatro años con el mismo nombre. Mi madre decía que Juliette significaba fuerza de raíz, no la entendí muy bien cuando me lo decía, tendría unos doce años, aproximadamente cuando mi padre nos abandonó. Sinceramente, ahora tampoco es que lo entienda, más bien porque no me veo con esa fuerza, pero ahora ya sé a lo que se refería. Siempre he vivido en Montmartre, la gente dice que es un sitio mágico, a mi forma de ver es un sitio sucio y desagradable, no es fácil ganarse la vida en sitios como éstos.
Vivo en un bajo que está a punto de caerse a pedazos, pero es el único hogar que tengo. En dónde siempre he vivido, y a decir verdad el más tranquilo.

    Cuando era joven, - y digo joven porque para mí a los quince años ya empecé a ver como estaba el mundo -, iba cogida de la mano de mi madre hasta la Place du Tertre, más conocida como la plaza de los pintores. Si he decir algo bonito de Montmartre, es que ese es el sitio más bohemio y mágico de este lugar. Siempre quise que alguien retratase mi dulce cuerpo, pero creo que nadie es tan valiente de hacerlo. Ya nadie es valiente por hacer nada, y qué triste es.
Aún después de diez años, sigo yendo por esas calles hacia abajo hasta la plaza, pero ésta vez cogida de la mano de mi pequeña Anne, mi hermana. Tiene catorce años, y no se acuerda muy bien de nuestra madre, pero en ratos como estos le enseño todo lo que un día ella me enseñó a mí. No es fácil cuidar de una hermana pequeña, nadie dijo que lo fuese. Como tampoco es fácil cuidar de si misma.


viernes, 7 de noviembre de 2008

Introducción Diego.

DIEGO.

Al correr la raída cortina de la única ventana que alumbraba el minúsculo ático, me embargó esa sensación de hastío, de vacío en el alma, una lluvia en lo más profundo de mi corazón.
Observé la gente pasearse entre las calles más mugrientas de París, encogiéndose de frío, muriéndose de hambre junto a algún contenedor, viviendo en una tabla de cartón y pensé… que la vida es más puta de lo que yo creía. Que nos crea falsas esperanzas y luego, ya ves, como por un juego de azar algunos acabamos exiliados a la podredumbre y la miseria. Y pensando… quizá no era tan malo aquello de lo que huí, a lo que ya no me veo con fuerzas de volver, y es que como dice aquél refrán… la avaricia rompe el saco.

Me llamo Diego, o tal vez sería más apropiado decir que así es como me llaman. Nací en Madrid un día como este hace ya veintisiete años, en los que ya me siento como un anciano. Quizá porque la vida me obligó a madurar demasiado pronto cuando decidió llevarse a mis padres y dejarme solo, buscándome la vida por los suburbios de la gran ciudad, comiendo de la caridad, o de mi destreza para “tomar prestado”.

Uno de esos días en los que vagaba sin rumbo por las calles de Madrid, observé a un hombre que dibujaba sobre un lienzo a carboncillo el rostro de una bella mujer, de esas inalcanzables que protagonizan las películas antiguas en los cines de autocar. Me acerqué hacia donde estaban, y me senté, observando, esperando, hipnotizado por el movimiento de su mano, por los trazos alocados que plasmaba con avidez. Pensé que era lo más bonito que había visto en toda mi vida, y recuerdo que pensé también que ese hombre era un desalmado, pues cambió mi tesoro a esa mujer por unas cuantas monedas.
Cuando me acerqué a él para recriminárselo, por única respuesta me regaló una sonrisa.

Ahora, después de quince años, comprendo perfectamente lo que sentía aquél hombre. Perdía una parte de él con cada dibujo que vendía, prostituía su conciencia y su alma, pero era quizás el único medio que tenía de ganarse la vida de una forma honrada.

Yo empecé a dibujar, al principio garabatos incomprensibles y, poco a poco, infinidad de sentimientos y situaciones. Se puede decir mucho más con un dibujo que con un discurso, es algo que sólo algunos tenemos la oportunidad de comprender. Me ganaba la vida, o más bien el pan justo de cada día, vendiendo aquellos trozos de mi corazón, pero ya no tenía que recurrir a las artes de la picaresca.

Os podéis imaginar cuál sería mi sorpresa cuando, a los dieciocho años aproximadamente, Dominique Buvoir, un hombre de París que estaba de paso en Madrid me dijo que mis dibujos eran excepcionales, y que tenía un gran trabajo para mí de dónde él venía.
No tenía nada, así que nada es lo que me traje cuando llegué aquí y el sueño dorado que se había creado en mi cabeza se desmoronó durante los dos años en los que aquél hombre de falsas promesas, Dominique, me explotó durante veinticuatro horas al día para vender mis dibujos a un precio ridículo y quedarse con el 80% de las ganancias.

Y aquí estoy ahora, tirado en una cama chirriante, contándole mis penas a un vaso de alcohol, en lo único bueno que la fortuna o el destino se han dignado a regalarme, el ático de la señora Jacqueline, una anciana que conocí al poco tiempo de hundirme, tan sola en el mundo como este servidor, y que me dejó este sitio a cambio de noches de falso amor hasta el día en que la vida decidió sonreírle, regalándole la muerte.